Durante los siglos XVI y XVII, el tabaco se abrió paso desde América hasta Europa, conquistando rápidamente países como España, Portugal, Francia y más tarde Gran Bretaña. Su consumo, en diversas formas, se volvió parte del día a día y pasó de ser un rito exótico a convertirse en un verdadero fenómeno social. Este auge dio origen a las primeras compañías tabacaleras y marcó el inicio de una industria que aún perdura.
Pequeñas fábricas comenzaron a surgir en países como Francia, Alemania y los Países Bajos, y hacia el siglo XIX, la producción de cigarros ya era una realidad en Gran Bretaña. En 1821, una ley del Parlamento reguló oficialmente su manufactura, reflejando la creciente importancia de este producto. Debido a los altos impuestos de importación, los cigarros extranjeros eran considerados artículos de lujo, lo que impulsó la demanda por cigarros de mayor calidad.

Fue entonces cuando los cigarros cubanos comenzaron a destacar. Cuba, con su clima y suelos ideales, se consolidó como epicentro mundial del tabaco fino. En pleno auge, más de 400 fábricas operaban en la isla, exportando cigarros a granel sin marca comercial aún definida. No fue sino hasta 1840 que surgió la primera imagen moderna de una marca: Punch, que ayudó a sentar las bases del branding de los habanos como lo conocemos hoy.
Desde entonces, el cigarro ha evolucionado en calidad, variedad y prestigio, consolidándose como una tradición que combina artesanía, historia y placer.